EnglishFrançaisDeutschItalianoPolskiPortuguêsEspañol

La acogida

La virtud de la acogida está muy presente en el mundo bíblico y en la tradición monástica

Fr. Ramón Luis Mª Mañas, osb
Abadía de San Salvador de Leyre (Navarra)

Como verán nuestros lectores en la crónica, en estos meses hemos recibido al Nuncio Apostólico en España, a nuestro Arzobispo, al Cónsul de España en Kiev, a unos cuantos grupos de jóvenes y, también, a otras muchas personas de la más variada condición, como son los visitantes, los huéspedes de ambas hospederías, los que vienen ocasionalmente a compartir nuestra liturgia o las personas sin techo a los que acogemos en nuestro sencillo albergue. Y esto es así porque una de las virtudes esenciales de la vida monástica, por ser bíblica, ha sido siempre la acogida, de la que hablamos en el presente artículo.


Entre las palabras que nos dirigió el Sr. Arzobispo en su homilía el día de su visita a Leyre, destacó la labor de los monasterios como casas de oración abiertas a los fieles, donde éstos puedan compartir los oficios litúrgicos con sus respectivas comunidades. Nos invitó a hacer de nuestras casas lugares donde, desde una acogida cordial y fraterna, encuentren los fieles espacios y tiempos para la contemplación, la reflexión y la oración particular. Palabras de D. Florencio que nos llenaron de gozo, puesto que por encima todo Leyre es casa de oración, pero no sólo para los monjes, sino también para cuantos laicos, sacerdotes o religiosos, vienen a nuestra casa a compartir nuestra plegaria o a vivir unos días de retiro, junto a nosotros en el silencio y la paz del claustro.


Y esta apertura y acogida suponen la mejor contribución que podemos ofrecer a nuestra Iglesia diocesana. Pues a través de ellas ofrecemos lo más propio del apostolado monástico, la celebración solemne de la liturgia. Apostolado que toma también otras vertientes, cuando quien se acerca al monasterio busca dirección espiritual o escuchar palabras y experimentar sentimientos distintos a los que ofrece la calle. O que se hace todo caridad, para acoger al huésped y sobre todo cuando se trata de pobres y transeúntes. E igualmente un apostolado que se hace cultura, para quien viene a admirar nuestro monumento artístico.


En Leyre, la práctica de esta virtud de la acogida, por constituir un pilar de la vida monástica, es tan antigua como su propia historia. De hecho la primera referencia histórica fidedigna que tenemos a cerca de nuestra abadía, nos la proporcionó un ilustre huésped suyo: el sacerdote mártir san Eulogio de Córdoba, que en el 848 pasó un tiempo en el cenobio legerense.

Y un acontecimiento destacado de nuestra historia viene dado desde la práctica de la hospitalidad. Cuando las razias musulmanas tenían como objetivo la ciudad de Pamplona, la comunidad de Leyre acogió entre sus muros a la Corte y al Obispado. Hecho éste que supuso todo un hito para nuestra abadía y que a largo de la historia ha seguido prodigándose hasta nuestros días, aunque de otra manera y por motivos muy diferentes, pues todavía en el presente siglo Leyre ha seguido acogiendo, entre otras personas, a reyes y obispos.

La acogida en la Biblia

La virtud de la acogida está muy presente a lo largo de la Sagrada Escritura, pues desde la antigüedad ha sido siempre muy practicada por los pueblos semíticos, llegando a formar parte de su idiosincrasia. E igualmente ha venido siendo muy valorada, ya desde los primeros monjes del desierto, por los grandes maestros del monacato, quienes han hecho de ella uno de los elementos más esenciales de la vida monástica. Y hoy, además, forma parte del primer plano de la actualidad, con todo lo que supone la hospitalidad a inmigrantes y refugiados, etc.

Entre los ejemplos bíblicos más conocidos de la práctica de la acogida tenemos el encuentro de Dios con Abrahán junto a la encina de Mambré (Gén.18,1-15). Dios se le hace presente a través de tres personajes, de tres hombres. Rublëv los representa como ángeles en su famoso icono de La Trinidad. Abrahán no consiente que pasen de largo junto a él, cansados del camino y en un día muy caluroso, rogándoles que acepten su hospitalidad. Y a continuación se encarga de prepararles de comer para que puedan reparar fuerzas. Otro ejemplo parecido es el de los discípulos de Emaús. ¿Cómo iban a dejar marchar a su desconocido acompañante cuando llegan a la aldea si está ya anocheciendo? Eso para ellos hubiera sido inconcebible. No podían exponer a aquel hombre a los peligros de la noche. Le invitan a quedarse con ellos y él acepta.

En ambos casos, este gesto de hospitalidad va a tener su inmediata recompensa. A Abrahán se le anuncia lo que más deseaba, que su mujer le va a dar un hijo y que será padre de un gran pueblo. Y los de Emaús van a tener la gran dicha de hospedar en su casa al Señor Resucitado, de que les de luz para comprender las Escrituras y de que sentado a su mesa celebre con ellos la Fracción del Pan.

Por otra parte, cuando Jesús habla del juicio final, nos dice que uno de los principales motivos por los que seremos juzgados será precisamente la acogida o no acogida a nuestros hermanos necesitados. «Venid aquí benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparada para vosotros desde la creación del mundo (…) Porque fui forastero y me hospedasteis» (Mt. 25,34-35). Los ejemplos de Abrahán y de los dos discípulos, y sobre todo las palabras del Señor referidas al juicio, nos pueden dar una idea clara de la importancia que la práctica de la acogida tiene para él

Acoger su Palabra

Pero ahora vamos a asomarnos a la otra vertiente de esta virtud de la que estamos hablando, vamos a ver su otra cara. Para ello nos detendremos en otro conocido ejemplo de hospitalidad que nos brinda el Evangelio, la que Jesús recibe en casa de sus amigos María, Marta y Lázaro (Lc.10,38-42). Y aquí nos vamos a encontrar con algo muy significativo y que supera a todo lo anterior, pese a la gran importancia que tiene, como hemos visto. Jesús nos va a habar de una acogida distinta, pero que es la primera y principal de todas. La acogida de su Palabra. Si al Señor lo podemos acoger en los pobres, en los refugiados, en los enfermos donde se nos hace presente, ¿cuánto más no lo vamos a acoger en su Palabra, donde está presente con una mayor radicalidad? Él es la Palabra de Dios, que ya existía desde el principio (cf. Jn.1,1). Es más, si no acogemos su Palabra, si no la rumiamos y la hacemos nuestra, como la Virgen María que la guardaba en su corazón, no podremos acogerle adecuadamente a él en esas otras presencias.


El trabajo de Marta era más que necesario, e incluso su afán para que todo saliera bien y para que Jesús comiera a gusto era muy loable. Y sin embargo Jesús dice que María, la que estaba sentada escuchándole, había escogido la mejor parte y que no se la quitarían (cf. Lc.10,42). Ambas hermanas habían acogido al Señor, pero una de ellas, María, no sólo acoge su persona, sino que lo acoge en su Palabra. Eso es lo primero y más necesario estar a la escucha de su Palabra, acogerla y hacerla nuestra. Estoy seguro, que al final de la comida Jesús le daría las gracias a Marta y hasta la felicitaría por su buena comida. Pero el primer elogio ha sido para quien le estaba escuchando.

¿Quién acogió a quién?


Y ante todos estos ejemplos que nos han aparecido cabría hacernos una pregunta: ¿Quién acogió a quién? ¿Abrahán a Dios. O Dios a Abrahán? ¿Los de Emaús al Resucitado o el Resucitado a ellos? ¿Los hermanos de Betania a su Maestro o el Maestro a ellos? Pues en el primer caso Dios, que fue quien tomó la iniciativa de llamar a Abrahán de acogerle y hacerle su seguidor y patriarca del que será su pueblo, de llevarle a una tierra que se la da en propiedad para él y su descendencia. Y en los otros casos fue Jesús quien tomó la iniciativa. Él acogió como discípulos suyos a los de Emaús, a los cuales fue él quien los sentó en su mesa de la Palabra y en su mesa de la Fracción del Pan. Fue él quien convirtió, transubstanció la pobre mesa de sus acompañantes, en la de su Banquete Pascual. Y fue Jesús, también, quien hizo de los hermanos de Betania sus amigos, el que los acogió como seguidores suyos… Fue Jesús, el mismo que acogía a los enfermos que acudían a él o que acogía a los pecadores y comía con ellos. Este fue el caso de los dos publicanos, Mateo y Zaqueo, los cuales después de su encuentro con Jesús le invitarán a su mesa. Ambos lo acogerán en su casa, porque antes habían acogido su Palabra. Y a Mateo le había dicho únicamente: «sígueme» y él, dejando al punto la mesa de los impuestos con todo su dinero, lo siguió hasta ser uno de los doce (cf. Mt.9,9). En el caso de Zaqueo es el Señor quien lo llama por su nombre y quien le pide hospedarse en su casa. Y esta llamada, este encuentro entre ambos (Lc. 19,1-10) suscitará una inusitada conversión en Zaqueo, un cambio radical de vida, que le hará decir al mismo Jesús: «Realmente hoy ha llegado la Salvación a esta casa».


Acoger a los hermanos y especialmente a los más necesitados es muy importante, pero el Señor primeramente nos invita a acoger su Palabra, que es la mejor parte, para que además podamos compartirla con los demás, con quienes recibimos y sentemos a nuestra mesa. Ambas cosas han de ir siempre totalmente unidas y todos tenemos que ser a la vez «Marías» y «Martas»: afanarnos en la escucha de la Palabra de Dios, en hacerla nuestra y acogerla en lo más profundo de nuestro corazón. Y a la vez esforzarnos por servir lo mejor que podamos
a nuestros hermanos.


Y esta doble acogida del Señor a través de su Palabra y en los hermanos está, como ya se ha dicho, en la esencia de la vida monástica. Pensemos en aquellos austeros anacoretas del desierto, que cuando llegaba algún hermano a visitarles, rompían sus ayunos para poder obsequiar a su huésped lo mejor posible, dentro de su pobreza. Pero lo más importante del encuentro lo constituía siempre la oración y meditación de la Palabra de Dios, que ambos habían acogido juntos aquel día y con la se edificaban mutuamente. Doble acogida del Señor que ha estado enormemente presente en los grandes maestros del monacato, tales como nuestro padre san Benito. Él ha hecho de ella, un pilar básico para la vida del monje. Por una parte con la práctica de la Lectio Divina, lectura meditada, orada y contemplada de la Sagrada Escritura o de distintos autores espirituales. Y por otra, con la acogida al que llama a las puertas del monasterio a quien se ha de recibir –dice san Benito– como al mismo Cristo en persona, principalmente a los pobres, los peregrinos y a los hermanos en la fe. (Regla benedictina. 53). Rica herencia del monacato antiguo, que hoy sigue vigente como algo esencial a la vida monástica y que los monjes queremos compartir gustosamente con todos los demás miembros del Pueblo de Dios.

Fuente original: Boletín número 177 de la Abadía de San Salvador de Leyre.

Deja un comentario