HISTORIA
El origen de la Orden benedictina se encuentra en las fundaciones hechas por Benito de Nursia en la localidad de Subiaco. Allí surgieron los primeros doce monasterios propiamente benedictinos, dirigidos cada uno por un propio abad, el cual tenía a su cargo su propia iglesia para la recitación del oficio litúrgico en comunidad.
A la cabeza de los doce cenobios se encontraba Benito, quien además se encargaba de la formación de los futuros monjes.
Más tarde, se fundaron los monasterios de Montecasino y de Terracina, ambos autónomos de los surgidos en Subiaco.
Al morir Benito, en 547, deja 14 monasterios masculinos y uno femenino en Piumarola, donde se supone residía su hermana Escolática.
REFORMAS
Durante el transcurso de su historia, la Orden de San Benito ha sufrido numerosas reformas, debido a la eventual decadencia de la disciplina en el interior de los monasterios.
La primera reforma importante fue la hecha por Odón de Cluny en el siglo X; esta reforma, llamada cluniacense (nombre proveniente de Cluny, lugar de Francia donde se fundó el primer monasterio de esta reforma, en el que Odón fue el segundo abad), llegó a tener un gran influjo, hasta el punto que durante gran parte de la Edad Media prácticamente todos los monasterios benedictinos estaban bajo el dominio de Cluny.
Los cluniacenses adquirieron gran poder económico y político, y los abades más importantes llegaron a formar parte de las cortes imperiales y papales. Varios pontífices romanos fueron benedictinos provenientes de los monasterios cluniacenses (Alejandro II, 1061-73; san Gregorio VII, 1073-85; beato Víctor III, 1086-87; beato Urbano, 1088-99; Pascual II, 1099-1118; Gelasio II, 1118-19; y un largo etcétera).
Tanto poder adquirido llevó a la decadencia de la reforma cluniacense, que encontró una importante contraparte en la reforma cisterciense, palabra proveniente de Císter (Cîteaux en francés), lugar de Francia donde se estableció el primer monasterio de esta reforma. Roberto de Moslesmes, Alberico y Esteban Harding fueron los fundadores de la Abadía del Císter en 1098. Buscaban apartarse del estilo cluniacense, que había caído en la indisciplina y el relajamiento de la vida monástica. El principal objetivo de los fundadores de Císter fue imponer la práctica estricta de la Regla de San Benito y el regreso a la vida contemplativa.
El principal impulsor de esta reforma fue Bernardo de Claraval (1090-1153), discípulo de los fundadores, a quien habiendo ingresado allí hacia el año de 1108 se le encargó la fundación de la Abadía De Claral, de la que fue abad durante unos 38 años, hasta su muerte. Bernardo de Claraval se convirtió en el principal consejero de los papas, y varios de sus monjes llegaron igualmente a ocupar la Sede Pontificia. Bernardo predicó también la Segunda Cruzada. Al morir había fundado 68 monasterios de su orden.
La reforma cisterciense subsiste hasta hoy como orden benedictina independiente, dividida igualmente en dos ramas: la Orden del Císter y la Orden Cistenciense de la Estrecha Observancia, también conocidos como Trapenses. Se les llama también «benedictinos blancos», debido al color de su hábito, en contraposición a los demás monjes de la Orden de San Benito, a quienes se llama «benedictinos negros».
Durante la Edad Media surgieron otras reformas importantes de la Orden Benedictina.
– La de Romualdo (1027), quien dio inicio a la reforma camalduense. Esta reforma subsiste hasta hoy en dos ramas: la primera forma parte de Confederación Benedictina (benedictinos negros); la segunda es independiente, pero se rige igualmente por la Regla de San Benito.
– Otra reforma importante fue la emprendida por Juan Gualberto (1073), quien fundó los Benedictinos de Valle Umbrosa, por el lugar en Italia en que se construyó el primer monasterio de esta reforma; es igualmente hoy en día una congregación de la Confederación Benedictina.
– La reforma de Silvestre (1177-1267), fundador de los Benedictinos de Montefano, que subsiste también hoy como congregación asociada a la Confederación Benedictina.
– La reforma de Bernardo Tolomei (1272-1348), que dio origen a los Benedictinos de Monte Oliveto, hoy también parte integrante de la Confederación Benedictina.
Agitados períodos de la historia, como la Reforma en Alemania y los Países Bajos, la expulsión o ejecución de religiosos católicos por Enrique VIII en Inglaterra o, mucho después, del período revolucionario en Francia, y la decadencia de la disciplina en los monasterios, llevó a que se diezmara la población de monjes.
Después de la Revolución francesa y a partir de 1833, Dom Prosper Guéranger hizo renacer la orden benedictina en Solesmes, Francia.
ORGANIZACIÓN
Los monasterios benedictinos están siempre dirigidos por un superior que, dependiendo de la categoría del monasterio, puede llamarse prior o abad y que es elegido por el resto de la comunidad.
El ritmo de vida benedictino tiene como eje principal el Oficio Divino, también llamado Liturgia de la Horas, que se reza siete veces al día, tal como San Benito lo ordenó.
Junto con la intensa vida de oración en cada monasterio, se trabaja arduamente en diversas actividades manuales, agrícolas, etc., para el sustento y el autoabastecimiento de la comunidad.
A nivel internacional, la principal organización de la Orden es la Confederación Benedictina, un cuerpo establecido el 12 de julio de 1893 por el papa León XIII con el breve Summum semper, cuya cabeza es conocida como abad primado.
Esta organización está dividida a su vez, en congregaciones o federaciones.
Dentro de cada congregación o federación se encuentran también numerosos monasterios, independientes o confederados, e institutos religiosos y grupos de oblatos que se han agregado a través de estas, a la gran Confederación Benedictina.
PRESENCIA
Actualmente, la Orden está extendida por todo el mundo, con monasterios masculinos y femeninos.
En 2016, según el Anuario Pontificio, había en el mundo 6.865 benedictinos, de los cuales 3.587 (el 52,8%) habían sido ordenados presbíteros; además de atender 350 parroquias.
REGLA DE SAN BENITO
Benito de Nursia escribió una regla de vida a principios del siglo VI destinada a los monjes de los monasterios fundados por él, sin embargo parece ser que las cenobios de Subiaco no estuvieron de acuerdo con dichas leyes por lo que conspiraron contra el fundador.
Benito se trasladó entonces a Montecassino, donde pudo dar comienzo a un nuevo monasterio dispuesto a seguir su regla.
El documento se compone de 73 capítulos.
El principal mandato es el ora et labora, con una incisiva organización horaria, sin olvidarse de la importancia del descanso.
De las 24 horas del día, Benito regula que ocho deben dedicarse al trabajo manual, ocho a la oración, especialmente al rezo del oficio divino, y ocho al descanso de los monjes.
En la medida que se fue expandiendo el monacato benedictino, la Regla de san Benito se fue imponiendo sobre las demás reglas monásticas existentes.
HÁBITO
En la Edad Media los monjes benedictinos llevaban camisa de lana y escapulario.
El hábito o vestidura superior es negro, por lo que el pueblo los llamó los monjes negros, en oposición a los cistencienses, que llevan túnica blanca y escapulario negro, denominados los monjes blancos.
Pero existen monjes que usan el hábito blanco no por contraposición sino por inspiración tal es el caso de los monjes benedictinos olivetanos a cuyo fundador Bernardo Tolomei, según cuenta la tradición, la Santísima Virgen le ofreció el hábito blanco y la regla de San Benito. Hay también otras congregaciones que conjugan el hábito blanco con el escapulario negro.
LEGADO
Siguiendo el ejemplo y la inspiración de Benito de Nursia, diversos fundadores de órdenes religiosas han basado la normativa de sus monasterios en la Regla dejada por él, cuyo principio fundamental es Ora et Labora, es decir, Oración y Trabajo.
Este legado no se agota en el monacato benedictino de la Iglesia católica, sino que también ha inspirado movimientos monásticos en las Iglesias reformadas y en los monasterios ortodoxos occidentales. Incluso, al interno de la Iglesia católica, además de las congregaciones de la confederación, son numerosos los institutos religiosos (órdenes y congregaciones) masculinos y femeninos, que beben de la legislación y espiritualidad benedictina.
VIDA DEL MONJE BENEDICTINO
La vida de un monje benedictino está centrada en la búsqueda de Dios a través fundamentalmente de la oración y el trabajo: Ora et labora.
Por eso, la vocación monástica es contemplativa, pues tiene como objetivo la contemplación de Dios y de las realidades celestiales, sin que por ello se desvincule de la Tierra: es misión del monje interceder ante Dios por las necesidades de la Iglesia y de todos los hombres y atraer las bendiciones divinas sobre ellos.
El día de un monje benedictino se reparte esencialmente entre tres actividades complementarias: la oración, el trabajo y la lectio divina o lectura espiritual hecha bajo la guía del Espíritu Santo para alimentar la oración y conducir a la contemplación.
Además, a partir del cuidado de esta lectio divina, el monacato ha desarrollado de un modo muy importante la atención a los estudios a lo largo de los siglos. De ahí la formación de grandes bibliotecas y escuelas que en la época altomedieval salvaron la cultura grecorromana y cristiana y sirvieron de fundamento para la creación de una nueva cultura europea.
La oración del monje comprende, por una parte, la oración comunitaria, es decir, el rezo litúrgico de las llamadas “horas” del “Oficio Divino”: los monjes cantan en el coro alabando a Dios con salmos, himnos y cánticos. Comienzan con los Maitines, Vigilias u Oficio de Lectura (estos tres nombres recibe la primera “hora”, al despertar del sueño), prosiguen con las alabanzas de Laudes al principio de la mañana, continúan con las “horas menores” o intermedias de Tercia, Sexta y Nona, vuelven a hacerlo más solemnemente al caer la tarde con las Vísperas y concluyen con las Completas antes de acostarse.
La celebración de la Santa Misa constituye el verdadero núcleo espiritual del día del monje y éste dedica un tiempo más o menos largo a la oración personal contemplativa.
Las “horas” del “Oficio Divino” jalonan el día monástico y entre ellas se insertan los otros tiempos en que el monje se entrega a la lectura, el estudio y el trabajo manual o intelectual, según los casos.
Entre los trabajos, en una Abadía puede haberlos tan variados como atender las distintas necesidades del monasterio (panadería, zapatería, sastrería, portería y tienda, etc.), cultivar los jardines y campos, etc.
Asimismo, se pueden desarrollar labores intelectuales y manuales en la biblioteca y en la encuadernación y no faltan monjes que con paciencia y constancia se entregan al estudio y la elaboración de libros.
Con todo ello, se cumple el precepto divino del trabajo y se obtiene lo necesario para la marcha y el sustento del monasterio y de sus religiosos, así como para la realización de obras sociales y caritativas.
En conjunto, la alternancia entre tiempos de oración, de trabajo, de lectio divina y de estudio, favorece el equilibrio psicológico del monje, que ve transcurrir su día apaciblemente bajo la mirada de Dios, a quien le ofrece con amor todo lo que hace.