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¿Qué es la liturgia para una monja cisterciense?

“Nada se anteponga a la obra de Dios”

 San Benito, nuestro legislador, atribuye tanta  importancia al Oficio divino, Opus Dei u obra de Dios, no solo por la amplitud con que lo trata, pues le dedica 9 capítulos de su Regla, sino porque lo coloca por encima de todas las demás actividades del monje.

Las monjas y monjes, desde la madrugada, cuando los primeros rayos de la aurora se filtran por la ventana de sus iglesias están uniendo sus voces a las de los coros de los ángeles y haciendo resonar el eco de sus alabanzas al Padre misericordioso, al Dios de toda consolación.

El silencio contemplativo del monasterio, entrelaza los esplendores litúrgicos y el canto del Oficio Divino, por eso la monja debe tener el máximo esmero en las celebraciones, poniendo siempre la mirada en Dios. La belleza del culto, la calidad y el esplendor del canto -tanto en cuanto sea posible-, tienen como fin despertar en cada monja o monje y en cada fiel que participe, el asombro y suscitando así, la contemplación de la majestad divina.

Las celebraciones litúrgicas se deben vivir dirigiendo la mirada a Dios, en la comunión de los santos de la Iglesia viva, de todos los lugares y de todos los tiempos, para que se transforme en expresión de belleza de la sublimidad del Dios amigo de los hombres.

Las “acciones espirituales”, que son representaciones litúrgicas, piden a la monja o monje la misma apertura del alma, la misma atención, hecha de deseo e impregnada de humildad, que tuvo en la Lectio divina, en donde Dios se comunica con él. Es ahí donde conceptos y las palabras son impotentes para expresar la sublimidad, que Dios mismo lo manifiesta por medio de símbolos. Es por eso que las manifestaciones litúrgicas están llenas de símbolos: palabras, vestido diferente y ceremonias simbólicas, requieren de nosotras y nosotros, ayudados de la luz divina, inteligencia espiritual apta para comprender el sentido oculto de esas acciones sagradas: cantos, himnos, luces, que no son de suyo un fin, pero sí son un medio importante.

La obra de Dios, es decir, el Oficio divino o Liturgia de las Horas con la Santa Misa, es la “Obra” grande y maravillosa, aunque es infinitamente más grande y maravilloso ese Dios para el que cantamos salmos y celebramos con el máximo esplendor posible. ¡Nos vemos tan pequeños al abismarnos en Su grandeza! Que, para adentrarnos en el abismo de Su grandeza, de Su belleza y del amor insondable e infinito de Dios, necesitamos del misterio eucarístico.

  1. Benito deja claro en su Regla, que no debemos olvidar nunca que no podemos quedarnos solo en la calidad de la celebración litúrgica, ya que advierte que no se trata de dejarse mecer por cualquier fervor ambiguo, sino “que la mente concuerde con los labios», esto es, que la persona, en su mente y en su corazón, se comprometa con su actividad exterior de la persona.

Por otra parte, la Obra de Dios no se reduce sólo a las celebraciones litúrgicas, es también, tener celo por el la Obra de DiosOpus Dei-, es convertirse en “cooperador de Dios”, con toda nuestra vida en la obediencia.

Para todos los monjes y monjas que siguen la Regla benedictina “La liturgia es la gran escuela de oración de la Iglesia, va mucho más allá del arte y el simbolismo, es Cristo mismo, por el Espíritu Santo, quien ora y ofrece un sacrificio en su cuerpo que es la Iglesia. La participación activa en los actos litúrgicos es, por tanto, además de todo lo dicho, una participación mística en la oración y sacrificio de Jesucristo, el Verbo encarnado, el nuevo Adán y sumo sacerdote de la nueva creación. Cuando estamos celebrando algún acto litúrgico, Cristo Cabeza y toda la Iglesia que es su Cuerpo, ora en nosotros, y su Espíritu adora y ama en nosotros.

La luz para entender lo que cantamos y estamos haciendo, la recibimos sobrenatural­mente del Espíritu Santo. Su gracia nos transformará en Cristo, de tal manera, que en lo más íntimo de nuestras almas comenzamos a asemejarnos a Cristo, a configurarnos con Él y nuestros corazones participan en el amor y en la entrega con que Él mismo, en la tierra, se ofreció al Padre por los pecados del mundo”.

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