Siento el spoiler. Voy a empezar por el final: en julio entraré como postulante en las Carmelitas Descalzas de Hondarribia. Este es el relato de mi vocación a la vida contemplativa.
Por Isabel Ferrando.
Futura postulante en las Carmelitas Descalzas de Hondarribia.
Dice mi abuela, y también el refranero español, que quien avisa no es traidor. Así que para que no ser traidora, debo empezar estas líneas avisando de que no sé si las podré terminar con broche de oro, tal y como a mí me gusta acabar las cosas.
Me han concedido 900 palabras para poder contar mi historia. Teniendo en cuenta que es larga y que soy una rollera profesional, es probable que tenga que rematar un poco a lo bruto cuando me acerque peligrosamente al número prohibido. Así que para asegurarme de que lo importante queda dicho, voy a empezar por el final (siento el spoiler): en julio entraré como postulante en las Carmelitas Descalzas de Hondarribia.
Ahora, en las 789 palabras que me quedan, voy a rebobinar y voy a tratar de engranar y contar de corrido los diferentes capítulos de esta historia que ha culminado de una manera tan rara. ¿Qué hace una valenciana de 28 años yéndose de monja a la otra punta de España? A ver si soy capaz de explicarlo…
A los 14 años
La cosa empezó un 17 de mayo de 2009. Ese día sentí muy fuertemente que Dios me amaba y me pedía que fuera suya. Catorce años después sigo sin saber muy bien cómo tuve la certeza de que aquél mensaje tan concreto venía de Dios, pues, por si a alguien le acecha la duda, no me mandó un WhatsApp, ni bajó al más puro estilo Morgan Freeman en “Como Dios”. Fue sólo una intuición, una especie de corazonada a mitad camino entre ñoñería y revelación que, sin embargo, hizo que aquella adolescente en plena edad del pavo se comprara un nuevo diario en el que empezó a anotar sus cosas de Dios. Sí, así de simple fue el chupinazo de salida… Así de simple, y así de complejo, porque: ¿cómo se supone que se ha de comer una eso de que Dios, a quien no ve, le hable? Por mucho menos que eso te encierran en un psiquiátrico…
San Juan de la Cruz empieza su famoso Cántico Espiritual con una pregunta que le lanza el Alma a Dios: “¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido?”.
“¿Adónde te escondiste,
San Juan de la Cruz
Amado, y me dejaste con gemido?”.
Yo no soy tan poética como San Juan de la Cruz, pero cuando leí ese verso por primera vez, años más tarde, me di cuenta de que eso había sido, exactamente, lo que le había pasado a mi alma aquél 17 de mayo: que se había encontrado con Dios y ya no había podido hacer otra cosa que buscarle.
Busqué, y busqué y busqué. En muchos sitios y de maneras muy diferentes, pero siempre lo buscaba a Él, que se camuflaba detrás de todo lo que vivía. Seguía Su rastro de una manera tan instintiva como el perro policía olfatea hasta dar con los explosivos.
En búsqueda
Empecé a estudiar Magisterio; me apunté a todos los voluntariados habidos y por haber; di catequesis en la parroquia; me fui a África como misionera un verano; me apunté a un grupo en el que compartir la fe en comunidad… Dios estaba detrás de todo y de todos. ¿Por qué, entonces, no me sentía en paz con Él? ¿Por qué seguía sintiendo que Él quería algo más de mí?
Empecé a pensar que quizá me lo había inventado todo, que tal vez aquella llamada no había sido real y estaba viviendo sustentada en un falso recuerdo. Si por mucho que hiciera, siempre estaba insatisfecha, no parecía la opción más inteligente continuar por el mismo camino… Había muchísima gente atea que era muy buena, que se esforzaba cada día por hacer el bien sin necesidad de creer en Dios. ¿Por qué yo no podía ser así y olvidarme de aquél berenjenal? ¿Por qué a mí Dios me incordiaba tanto? Y, sobre todo… ¿por qué no podía parar de ver vídeos?
La vocación se cuenta en YouTube
Ay, perdón. Vuelvo a rebobinar, que lo de los vídeos me lo he saltado. Resulta que en ratitos muertos, cuando no estaba ocupada salvando a la humanidad o evangelizándola, me gustaba ver vídeos en YouTube sobre la vida contemplativa. Había algo de ellos que me atraía. ¿Qué narices hacían un puñado de mujeres encerradas en un monasterio rezando todo el día sin hacer nada productivo? Una de dos: o estaban rematadamente locas, o lo que había dentro del monasterio (¿Dios?) valía mucho la pena.
Una monja me dijo un día que la vida contemplativa es como la lamparita del sagrario. Si entras en una iglesia con la luz apagada, de nada te va a servir la tenue luz roja. La utilidad de esa luz no es alumbrar ni permitir que otras actividades puedan llevarse a cabo. Su única misión es testimoniar que Dios existe, que está ahí y que merece la pena consumir la vida entera en Él porque nos ama. Sin más. Ese día supe que esa era mi vocación y las piezas del puzzle empezaron a encajar. Aunque muy poco a poco, porque aunque suena muy bonito, nadie sueña con ser lamparita del sagrario cuando le preguntan qué quiere ser de mayor.
Estoy a punto de rebasar el límite de palabras, así que debo poner el punto y final aquí. Si os habéis quedado con ganas de saber más sobre mi vocación, os dejo mi testimonio grabado en vídeo y subido a YouTube y las respuestas a las 10 preguntas que más me han hecho desde que anuncié mi decisión de vivir en clausura.
Si os intriga saber cómo se aterriza esa idea bucólica de ser lamparitas del sagrario vivientes, podéis llamar a las Carmelitas Descalzas de Hondarribia o a acercaros una tarde a charlar con ellas. No os defraudarán.