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El silencio monástico

El monje, la monja, abrazan la vida contemplativa para tratar a solas con Dios en el silencio. El silencio es una necesidad del alma contemplativa, que manifiesta la manera más profunda que en presencia de Dios no hay nada más que decir. Él existe. Eso basta.

Según San Gregorio de Nacianzo “el silencio es una de las formas más útiles de templanza, uno de los medios más eficaces para regular los movimientos del corazón, la mejor salvaguardia del tesoro del alma, es decir, Dios y su Verbo, que exigen una habitación digna y recogida”.

El silencio en el monasterio

Los monjes de vida contemplativa pueden ser considerados como “hijos del silencio.”

En la tradición monástica el silencio constituye un elemento de primera importancia para la vida ascética. Gracias al silencio el monje está siempre solo. Si guardas el silencio, en cualquier parte que te encuentres hallarás reposo. Callar cuando se presenta la ocasión de hablar, equivale a “huir de los hombres” de un modo más efectivo que apartándose solo materialmente de ellos.

El silencio viene a ser el clima espiritual del monasterio. No es sólo una necesidad de la convivencia. No es sólo una exigencia de la paz del claustro. Su verdadera función entra ya en la vida de oración. Un silencio que es necesario para oír a Dios. Silencio de recogimiento. Silencio exterior. Pero sobre todo silencio interior: “un silencio que fuese solamente ausencia de ruidos y palabras, en el cual no pudiera templarse el alma, estaría evidentemente privado de todo valor espiritual… La búsqueda de la intimidad con Dios lleva consigo la necesidad verdaderamente vital de un silencio de todo el ser”. De este modo, el silencio exterior del monje sólo será fecundo cuando proceda del silencio interior, y a su vez éste será condición de aquél.

El monje se habitúa a vivir con su cuerpo y con un alma en perfecto silencio:

  • Silencio en los labios
  • Silencio del corazón
  • Silencio de la mente

Los sentidos externos dejan todo apego, toda curiosidad de ojos y oídos. Dejan las cosas materiales y toda afectividad por todos los seres creados.

El silencio hace más disponible a todo creyente para vivir en la presencia de Dios y descubrir el Misterio. El silencioso penetra los secretos de la contemplación.

Con el silencio el hombre va desapareciendo y su ser externo va perdiendo valor y poco a poco va retornando a la primitiva gracia recibida de Dios antes de la primera caída del paraíso terrenal y está ordenada a la visión beatífica.

El silencioso penetra en el secreto. Permanece en su “yo” profundo: “Calla, islas para que puedas escucharme,” (Is 41, 1). Así vive en un presente que no tiene un mañana. Dios habla en el silencio y, por eso, el solitario calla.

La tarea primordial es dejarse formar, martillar, estructurar del silencio que le da el poder de vivir y de morir.

El silencio interior

El silencio interior consiste en hacer callar en el alma a toda criatura que quiera quitar la atención de Dios. Porque “el alma que presto advierte en hablar y tratar, muy poco advertida está en Dios; porque cuando lo está, luego con fuerza la tiran de dentro a callar y huir de toda conversación, porque más quiere Dios que el alma se goce con Él que con otra alguna criatura por más aventajada que sea y por más al caso que le haga”.

El silencio debe llevar a la cumbre de la oración, y el permanecer en la oración hará del monje y de la monja unos amantes del silencio: “Usad mucho el callar con la boca hablando con hombres, y hablad mucho en la oración en vuestro corazón con Dios, del cual nos ha de venir todo el bien”.

Uno de los trabajos más arduos en el monasterio debe ser la lucha ascética por adquirir el silencio interior, lo que supone la purificación asidua de los sentidos internos y de los pensamientos, para que Dios, con su presencia y su voluntad domine todo su ser.

El silencio exterior

El silencio exterior debe guardarse con estricta observancia.

El primer fruto del silencio es la penitencia, pues es difícil no hablar cuando hay oportunidad para ello.

El segundo es evitar el pecado, como lo demuestra la Sagrada Escritura: En las muchas palabras no faltará pecado (Prov. 10,19) y en otra parte: Muerte y vida están en poder de la lengua (Prov. 18,21); y la Tradición de los Padres del desierto: “Muchas veces me he arrepentido de haber hablado, pero jamás de haber callado”.

Sin embargo debe tenerse en cuenta que el silencio en la vida contemplativa con toda su grandeza no deja de ser un medio para la unión con Dios, por lo que también se ha de aprender a dejar el silencio con alegría y sencillez cuando la caridad o el bien común lo exigieren.